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- 2:46 p. m.

Entre cuatro paredes, sentada en el piso en una esquina de la habitación, se encuentra la condesa mirando a la oscuridad del vacío. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la emparedaron en su propia habitación? Ya ha perdido la noción de los días. Tal vez, ya sean años. Difícil saberlo.


Los enormes ventanales por donde, otrora se filtraba la tenue luz del amanecer cada día, o través de los cuales ella solía regodearse en la vastedad de sus tierras, donde se perdía sin confines la mirada, ahora están cegadas con kilos de argamasa. No queda ni un bendito resquicio gracias al cual ella pudiera adivinar el día o la noche.

Una vez el día, un pequeño agujero de diez por veinte centímetros se abre al ras del suelo, y por ahí una mano nada piadosa introduce un recipiente, en el que se pudren los mendrugos de los que se espera ella se alimente; pero no lo hace. No es eso lo que ella necesita.


Pasa sus delicados dedos por su rostro; por las comisuras de sus labios, las esquinas de sus ojos, la curva de sus cejas, su frente; su cutis aun es terso. Los pliegues de su garganta aun son suaves, sus pechos redondos aun son voluptuosos; y sonríe en la penumbra al comprobar que sigue siendo bella. Sigue siendo joven.



Todo valió la pena, todo fue por un motivo valedero. Al menos para ella. ¿Acaso no tiene derecho una noble a conservarse bella? ¡Era su derecho! Otros matan por placer, o en guerras sin sentido. Ella tuvo sus motivos y, quien la mire de frente, no puede decir que no tenía razón.


Sin embargo está sola; sus aliados le dieron la espalda, sus amigos han sido asesinados por estar a su lado y sus propios hijos, a los que amó y protegió hasta el final, la han abandonado. Su única compañía son las ratas que cada tanto se pasean entre sus pies, las únicas voces que escucha son las acusaciones de los jueces que aún resuenan dentro de su cabeza; su único consuelo, a veces, es tararear aquella tonada, aquella vieja canción de cuna de la que ya no recuerda ni la letra.


No fueron tantas, ni trescientas ni seiscientas; y a todas les dio lo que pidieron, con todas hizo bien. Todas sabían a lo que iban y todas se ofrecieron con gusto.


¡Como se abrían a sus manos aquellas creaturas! Como capullos floreciendo apenas, rosas encarnadas, tiernas, frescas; irrigadas en licor y sangre. A todas las amó ¿Y cómo no amarlas? Ellas eran su vida, su fuente inacabable de juventud y belleza. ¿Acaso no era amor? Traerlas junto a ella, tomarlas, poseerlas, compartir mutuamente el placer en el lecho hasta alcanzar el éxtasis final del último suspiro.


Fueron para ella del mismo modo que ella se dio también. Dejarse la piel en la entrega; poseerlas hasta lo más profundo de su ser, beber hasta la última gota de su esencia y luego, dejarlas fenecer entre sus brazos, mientras ella entonaba aquella vieja canción de cuna, enjugando sus lágrimas. Libando de esos labios las últimas perlas escarlata que consistían la más pura prueba de la entrega de ellas para sí.



Si, las amó, y ellas la amaron también. Agradecían con lágrimas en los ojos las enseñanzas y recibían con dulces sollozos de obediencia los castigos que poco a poco las convertían en sus favoritas y sus elegidas. No eran torturas. Eran enseñanzas de obediencia y humildad y su entrega era total y sublime, hasta el punto de entregar todo de sí para su ama. Todo de sí; entre sollozos de pasión y estertores de placer y sangre. ¡Daban la vida por ella! Pero ellos no lo ven. No se dan cuenta que lo único que ella hacía era aceptar el tributo.


Pero nadie lo entiende. Nadie lo ve como ella lo vio porque nadie sabe lo que ella sabe. Y no importa cuánto se esfuerce en explicarlo, nunca nadie le creerá.


El guardia que la alimenta, hace tiempo siente el deseo de saber si la dulce voz que escucha a través del muro hace juego con el rostro de la ilustre prisionera. Le han dicho que si, que a pesar de su avanzada edad la belleza y lozanía de la condesa permanece. Sin embargo lleva varios días extrañando el delicado tararear. Llevado por la curiosidad viola el candado y al instante un haz de luz se filtra por la puerta largamente cerrada.


No cree lo que ve: una virgen de sin par belleza reposa castamente sobre las frías lozas de lo que fuera una magnifica habitación imperial. El largo cabello negrísimo rodea la hermosa cabeza en delicadas ondas que parecen no tener fin, los ambarinos ojos miran, sin ver, hacia arriba; como anhelando ver el cielo que le fue negado. Las manos pálidas reposan a ambos lados del cuerpo y en la faz sin mácula, se refleja una expresión de sosiego.


La condesa está en paz. La condesa ha muerto.


Ciego de un amor súbito y loco, el guardia cae de rodillas implorando perdón al cielo por no haber violado la seguridad que enviaría a la libertad a tan casto ángel de belleza; lo encuentran así; transido de desesperación sobre las lozas de la celda, llorando a lagrima viva y repitiendo una y otra vez “Elizabeth… Elizabeth…” ¡Fue la última víctima de la Condesa Bathory!


Pero ¿En realidad fue la última?


Varios siglos han pasado desde que la Condesa Elizabeth Bathory murió, pero sin embargo, hay ciertas noches en que las jovencitas de las aldeas circundantes sienten la necesidad de caminar por los parajes del viejo castillo, y un deseo arrebatador las domina. El deseo de entrar al castillo y caminar cada peldaño de la larga escalera hasta llegar a la habitación más grande de la torre más alta, desde donde dicen escuchar una tenue voz que las llama tarareando una antigua tonada…



Más información de Elizabeth Bathory (vía Wikipedia)



publicado por Bellatrix

1 comentarios:

me recordó tanto al Retrato de Dorian Grey, por lo de coservar la vida y belleza, como al Milagro secreto:

http://www.elcorazondelastinieblas.com/blog/prog-284-el-milagro-secreto-de-jorge-luis-borges/

por la relación de Elizabeth con el tiempo disponible

Por Blogger DanielAjoy, el 23 enero, 2009 20:58 

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